Una forma inesperada de existencia
El arte parece ser el empeño por descifrar o perseguir
la huella dejada por una forma perdida de existencia
María Zambrano
Al principio los elementos parecen distribuirse sin propósito. La siembra es caótica, dispersa, balbuceante. Así se prepara el terreno y, en la insistencia, se logra el espesor. Tachar. Modelar. Garabatear. Chorrear. Esgrafiar. Las acciones tienen un común denominador: no hay existencia sin gesto.
Las esculturas de Sofía Gallo se reproducen con el encantador desparpajo de las cosas que avanzan sin pedir permiso. Guturales y simpáticas, a veces también escabrosas, estas piezas manifiestan su morfología en el proceso. Sin plan ni boceto, la virtud de la artista es poner toda su energía al servicio del libre albedrío de la materia.
Sofía proviene de la pintura, grandes lienzos crudos que puebla de gestos veloces y coloridos, ritmos imprevisibles y toscos, un hacer muy emparentado a la tradición del art brut comandada por Jean Dubuffet a mediados del siglo XX. Artistas que buscaban en las producciones de pacientes mentales, prisioneros y niños la clave para liberarse de la especulación intelectual y los cánones académicos de la época accediendo así a un arte vitalista, consciente de la creación como un juego entre la vida y la muerte. No es casual que las posturas corporales de Sofía al pintar -comportamiento que luego trasladará a su trabajo escultórico- se parezcan mucho a las de los niños: en el piso, sin marco, cambiando constantemente de punto de vista, descuidando momentáneamente los aspectos de conservación, permitiendo que el aburrimiento, el entusiasmo, la ansiedad y los arrepentimientos se apoderen del curso de la imagen.
La hipótesis más consensuada sobre el sentido de los menhires -monumentos megalíticos- es que el hombre prehistórico erigía esas piedras alargadas, algunas veces grabadas, a la manera de lápida para señalar una tumba. Mircea Eliade, el historiador de las religiones rumano, habla de “postes cósmicos”, elementos verticales que tienen la función de establecer un centro simbólico, comunicar cielo-tierra y romper la homogeneidad que caracteriza al espacio profano. Rodeada de sus materiales, caótica e intempestivamente, pero signada en cierto modo por la repetición, Sofía emula una y otra vez los protocolos de un ritual de creación y reactualiza así el mito de origen. Lo que viene al mundo son estas piezas difíciles de nombrar -de hecho, sus obras no suelen llevar título- pero para nada indiferentes. Con la piel cubierta de escrituras y de esmaltes, tan brillantes como inesperadas, se parecen a seres que palpitan.
Hoy emplazadas en el jardín del MAP- Museo de Arte Popular “José Hernández”-, rodeadas de ceibos, tipas y costillas de Adán, nos proponen un paseo táctil. Capaces de mudar su contextura, exploran con valentía la forma de crecer y multiplicarse.
Verónica Gómez
Septiembre 2023